Delfina se tapó la boca después de comer unos pierogis.
—¿Qué pasa? ¿Vas a vomitar? —Santiago dejó los palillos y la miró con desconfianza.
Tras una dura batalla, Delfina por fin pudo contener las náuseas. Eran las peores náuseas matutinas que había tenido. El médico había venido incluso a revisarla dos veces. Había muchas máquinas y el chequeo fue minucioso, pero no encontraron nada malo en el niño.
—¿Mejor? —preguntó Santiago mientras le palmeaba la espalda.
Delfina asintió, pero una llama oscura surgió en sus ojos y algo brilló en ellos. De repente, Santiago soltó un grito de dolor y la apartó de un manotazo. Mientras se tambaleaba hacia atrás, se miró el abdomen con incredulidad. Un afilado fragmento de vidrio estaba incrustado en su vientre y su camisa se estaba empapando rápido de color carmesí.
Rápido, Delfina se levantó y, utilizando la silla como apoyo, se colocó detrás de la mesa. Santiago sujetó el fragmento de cristal que tenía incrustado en el vientre y dijo entre dientes apretados: