—Hasta que no lleguemos a la entrada de la casa de Guchi, no lo haré.
Para Santiago, que medía un metro ochenta, llevar a Delfina era tan fácil como manejar un gato. Mientras aplastaba las piedras con sus zapatos de cuero en el camino, atravesaron rápido el callejón.
Mientras tanto, el corazón de Delfina se aceleraba.
—¿Está ahí?
Oyó la voz de un hombre por encima de ella, que la devolvió a la realidad…